Por: Lucía Fruto
Recordar mi infancia y vida escolar me llena de sentimientos
encontrados, siento nostalgia pero al mismo tiempo alegría; yo estudié en una
escuela dirigida por hermanas salesianas, en la que el rigor disciplinario y
exigencia académica primaban, y yo era una niña traviesa, pero muy estudiosa.
En aquella época, a diferencia de ahora, la tecnología no era tan
avanzada, lo que permitía que nosotros los niños interactuáramos más con los de
nuestra edad, inventáramos juegos por las calles, nos reuníamos a conversar
sobre cualquier tema que se diera; y en el ámbito escolar, nos dedicábamos mucho
a las tareas, a buscar las maneras de acceder a la información, íbamos a
bibliotecas, se indagan libros. Más adelante se dieron los avances
tecnológicos, la búsqueda de información se hizo más fácil, aunque había poco
acceso a los aparatos, aún recuerdo la emoción que se sentía el tener el primer
correo electrónico.
En el colegio, por mi disciplina tuve ciertas dificultades, pero aun
así, tuve profesores que me apoyaron y me aconsejaron a lo largo del camino.
Recuerdo, aquella profesora de español, Rita Escobar, una mujer con grandes
cualidades, excelente docente dedicada a sus estudiantes y a brindarnos la
mejor educación; ella siempre estaba acompañándome, haciéndome ver que aunque
yo tenía mis falencias era una niña llena de virtudes y fortalezas. Cuando
citaban a mi madre, ella le aconsejaba que le diera tiempo al tiempo, que no se
preocupe, que yo iba a crecer y ella se iba a dar cuenta el cambio grande que
tendría.
Así como tuve esos profesores que me apoyaron, también tuve personas que
en mí no confiaban; recuerdo a aquella hermana que me hacia la vida imposible
por mi “comportamiento” era como las antenitas de vinil pendiente de todos mis
movimientos, para luego llamarme la atención por cualquier cosa que hiciera o
lo hacía sin justificación, esto ocasionaba cierta desilusión y tristeza en mí.
A pesar de todo esto, con el tiempo mi comportamiento fue moderándose,
entonces ya estaba creciendo, era una señorita que tomaba conciencia de las
cosas, actuaba con más madurez; y como dijo aquella profesora: tuve un gran
cambio. Yo seguía siendo alegre, pero ya esas travesuras de la niñez y la
pre-adolescencia fueron superadas.
En el grado 10 hicimos nuestras olimpiadas marianas que se realizaban en
mayo, en honor a la Virgen María, nos llamábamos “Altius”, ensayábamos la
revista con entusiasmo, nos caracterizábamos por ser un grupo unido.
En 11 la promoción tomó el mismo nombre de las olimpiadas del año
anterior “Altius”; en la graduación me sentí muy orgullosa de mí, por haber
terminado satisfactoriamente mis estudios, mis prácticas pedagógicas, y más
emoción sentí cuando la misma rectora de la escuela quiso entregarme el
diploma.
Quiero resaltar que, como estudie en un colegio normalista, desde
primaria nos perfilaban a ser docentes; pero cuando llegábamos al bachillerato
ejercíamos la experiencia, aprendíamos pedagogía, y asimismo realizábamos las
practicas pedagógicas en la básica primaria de la institución y fuera de esta,
donde interactuábamos con niños asumiendo el rol de docentes, con los conocimientos
profundos que teníamos de la pedagogía.
Fue una experiencia grata compartir en estas prácticas con los docentes
que me formaron cuando era niña, e interactuar con aquellos estudiantes, buscar
la forma de llegar a ellos, darles experiencias que les permitieran el
aprendizaje significativo y crear lazos de amistad entre ellos y yo. Por todo
lo anterior, concuerdo con Don Bosco cuando dijo “la educación es cuestión del
corazón”.
Me causa mucha gracia la caricatura que publicas, Lucía. Refleja los cambios efectuados en la educación: de un extremo al otro.
ResponderBorrarCreo que afortunadamente ya hemos empezado a buscar el punto de equilibrio